Después de todo el ruido, cuando el (ruido) blanco termina por extinguirse, uno cree que solo el silencio es capaz de llenar ese pequeño espacio (vacío) luminoso y milimétrico que queda.
Y es eso posible.
Digo, imponer a la “creencia” una tabla de salvamento. Descollar en el misterio la antipatía por nuestra incapacidad a comprender que nos es imposible definir qué viene después de cualquier cosa, simplificando: nuestra absoluta incompetencia para predecir el futuro.
Tenía la cabeza apoyada en la ventanilla del carro y nunca había visto tantas luces seguidas.
La avenida era como cualquier avenida de Santiago. Eso lo sabría después. Me parecía increíble haber llegado. No haber salido. Si no, llegar a alguna parte. Cuando la decisión de salir a toda costa se vuelve compañera de vida, uno pierde de vista que la sensación de llegar dura ese instante y nada más. Cuando uno llega, todo el territorio es silencioso.
Es como una marejada. Solo que en Santiago las marejadas no existen.
La ondulación, el agua, el carisma de la sal, la expectativa, nada de eso existe en Santiago. Al incorporarse el auto a otra gran avenida comenzó a llover.
La lluvia es distinta. Ahora entiendo muchas cosas en las novelas de Carpentier. Un lector debe experimentar la vida para tener cómo escapar de ella. Definitivamente la lluvia es distinta. Hubiera querido que la reproductora escupiera una pequeña sinfonía búlgara, pero el chofer nos dijo que después de cierta hora y más aún cuando llueve es mejor andar en silencio.
Y yo quería que mi llegada se pareciera a la entrada de algún personaje de Murakami. Nada que hacer, desde cierto ángulo podían verse muchos grafitis, hacía la noche y para un recién llegado es muy difícil no querer fotografiar cada nuevo centímetro cuadrado.
Sobre el parabrisas a veces las luces intermitentes rechinaban “no se detengan por nada de este mundo”. Salvo Orly, el chofer y yo los demás dormían. La lluvia es distinta.
Me dio por pensar en el par emigrante/inmigrante, ese velo, esa capa que cae sobre la piel del que sale de un lugar que pudre por dentro. Para los que quedaron la “e” se vuelve un prefijo cualitativo de riqueza, de logro, de independencia. Una extraña victoria comprimida en el saludo: te fuiste. Nosotros contamos con esa pena. Ya la madre nubia de Abdala no tiene sentido, la imagino diciendo hazlo lo más seguro posible, en vez de reclamar o intentar prohibir la salida.
De hecho, para los que poseen la bota: Abdala se ha vuelto un plumazo. Me dio por seguir las luces que quedaban a mi espalda.
La “e” construye un círculo rojo escarlata para ser bordado en el pecho. El juego de adivinar modelo y marca de los autos que pasan se trastoca en quién llegó y quién se va. De cierta manera, como el tiempo abunda, uno podía mantener un registro no consensuado de los que se iban, de los que llegaban. Me acabo de dar cuenta que las luces de una gran avenida cuando es de noche tienden a parecer una pista de aterrizaje. La “e” es un sitio infeliz que se defiende durante toda la vida. Uno sonríe.
Sin embargo, aunque el camino sea lo suficientemente largo, amanece.
Yo no sé otra cosa que respirar profundo cuando algo sucede. Pensarlo y dejar que una palabra tras otra se vayan ocupando de corregir el recuerdo hasta formarlo con belleza.
- Bienvenido -dijo Orly.
- Llegamos vivos.